Los que esperan cosechar las bendiciones de la libertad deben, como hombres, soportar la fatiga de sostenerla.
TEMPLANZA
EPISODIO SEPTUAGÉSIMO TERCERO
A un buen David siempre debe aguardar un Goliat merecedor de la furia de su honda. Así pues, ya que en capítulos anteriores se relacionó a individuos y empresas vinculadas al nazismo con la CIA, la OTAN, la NASA, la ONU y el Foro Económico Mundial parece adecuado exponer a continuación la manera en que otras grandes compañías auxilian actualmente a dictaduras y a los sórdidos cabecillas de la banda globalista. Este tipo de empresas son las que más han arriesgado al comprometer su imagen pública, y las que más tienen que perder.
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Asociada a un ideal de perfección casi utópica, en sus inicios estuvo dirigida por jóvenes visionarios que parecían encarnar el sueño de una nueva era, donde la innovación no estaba reñida con la humanidad. Sus oficinas, repletas de colores y espacios lúdicos, prodigaban un trato amable a sus empleados poniendo a su disposición gimnasios, menú sin cargo u horarios flexibles, y proyectaban una imagen de empresa benevolente en contraste con los gigantes grises de la industria tradicional. Su buscador, una herramienta eficaz en sus orígenes, prometía organizar el gran bagaje humano con rapidez y precisión.
Sin embargo este idilio no tardó mucho en desvanecerse, aquella promesa de pureza sucumbió, devorada por un monstruo de proporciones colosales, con tentáculos en múltiples áreas de negocio y prácticas comerciales agresivas.
Sin importar criterios basados en la veracidad de los hechos ni en la fiabilidad e imparcialidad de las fuentes Google mueve su batuta y coloca en la primera pantalla de resultados páginas elegidas conforme a su modelo de negocio y su agenda política, y a continuación la marea humana voluntariamente ayuna y apática oscila en una u otra dirección. Se modifica el criterio de miles de millones de personas sobre temas que en ocasiones son de una trascendencia que apenas alcanzamos a medir, influyendo en asuntos de salud pública o de carácter político que configuran el destino de naciones enteras.
No es un simple intermediario: Google decide qué verdades llegan a la superficie y cuáles se hunden en el olvido, un poder que ejerce con la sutileza de un titiritero y la fuerza de un déspota.
La confianza supone creer en la integridad de otro, es un acto que implica depositar una fe razonada, una expectativa de que sus acciones se alinearán con principios de rectitud y transparencia que beneficien, o al menos no perjudiquen, al depositario, pero no todos la merecen, y esta certeza se torna evidente cuando examinamos a quienes bajo una fachada de virtud, traicionan ese pacto implícito.
No se trata de una sospecha infundada, sino de una conclusión sustentada en hechos que han emergido de las sombras gracias a los que han decidido alzar la voz contra el silencio cómplice. Por ellos sabemos que Google, a través de sus servidores, facilita a la NSA (Agencia de Seguridad Nacional) acceso a historiales de búsqueda, correos electrónicos y ubicaciones, integrándose en el programa PRISM, que recolecta datos masivos de ciudadanos en todo el mundo. (Landau, 2013), (Greenwald, 2014; Snowden, 2019).
Lejos de limitarse a las democracias occidentales, las acciones de Google se extienden a terrenos aún más oscuros. En China, entre 2017 y 2018, la compañía desarrolló en secreto el proyecto Dragonfly, diseñado para cumplir con las exigencias del gobierno chino, censurando contenido sobre derechos humanos y vinculando búsquedas a números de teléfono para facilitar la persecución de disidentes (Gallagher, 2018; Mozur, 2018).
Este proyecto, oculto incluso a muchos empleados de Google, priorizó el acceso al mercado chino por encima de principios éticos, permitiendo que un régimen autoritario y despiadado utilizara sus herramientas para silenciar voces críticas, (Amnesty International, 2018).
A pesar de estas revelaciones, que exponen una connivencia con regímenes liberticidas tanto en Oriente como en Occidente, el relato globalista no titubea, como si una corriente invisible sostuviera su fachada de progreso y armonía universal.
¿Pero por qué persiste esta impostura de forma inquebrantable y artera? La respuesta se encuentra en el corazón mismo de la infraestructura digital que Google ha construido con esmero durante décadas. Los buscadores y las inteligencias artificiales que la compañía entrena y despliega son agentes activos que refuerzan un sesgo cuidadosamente diseñado, para tergiversar la realidad conforme a los intereses de quienes pretenden controlarla. Estas herramientas priorizan resultados que se alinean con la agenda globalista y eluden la verdad cuando contradice sus objetivos, un patrón documentado en análisis de sesgo algorítmico. (Noble, 2018; Pasquale, 2015).
Por ejemplo, durante la plandemia, las búsquedas sobre tratamientos alternativos fueron relegadas en favor de fuentes oficiales, incluso cuando la evidencia era cuando menos contradictoria y a menudo arrolladora, un acto que no responde a la ciencia, sino a una directriz superior (Epstein, 2019). Es muy difícil valorar los millones de personas que murieron por los actos de manipulación criminal de las compañías de Silicon Valley.
En teoría, otros buscadores como Qwant, que presumen de no rastrear a usuarios ni almacenar sus datos, operan bajo un modelo diferente que no depende de la vigilancia masiva ni de la fabricación de resultados para generar ingresos. (Qwant, 2020; Le Monde, 2019). Qwant no construye perfiles de usuario ni vende anuncios personalizados, siendo menos intrusivo, pero también menos dominante en un mercado donde el poder se mide en clics y datos.
Google, por su parte, ostenta su hegemonía digital precisamente porque su existencia depende de manipularnos, de convertir cada búsqueda en una oportunidad para vendernos algo o para enajenarnos en ventaja de terceros. Su modelo de negocio, que generó 200.000 millones de dólares en 2021, está intrínsecamente ligado a la publicidad dirigida, un sistema que requiere recolectar y analizar cada aspecto de nuestras vidas digitales para maximizar su eficacia (Alphabet Inc., 2022; Statista, 2022).
Sus prácticas ilegales y monopolísticas le costaron en Europa una multa récord de 4.000 millones de euros, una sanción que, sin embargo, no ha alterado su rumbo. (Comisión Europea, 2018; Vestager, 2018).
Además, su integración con las IAs que desarrolla amplifica este sesgo, entrenándolas con datos que reflejan sus prioridades corporativas, no la diversidad del pensamiento humano (Google Research, 2019; Wired, 2020). Así, nos entrega un espejo deformado, que nos muestra no lo que es, sino lo que ellos desean que veamos, un acto de control que, lejos de ser neutral, sirve a una agenda que no admite el disenso.
Google asiste a los drones del Pentágono (Shane et al., 2018). En 2018, bajo el Proyecto Maven, la compañía prestó su experiencia en inteligencia artificial para mejorar la precisión de drones militares, analizando imágenes y detectando objetivos con una eficacia que helaría la sangre de cualquier defensor de los derechos humanos. Este no fue un acto aislado: Google integró sus algoritmos en sistemas que, han contribuido a operaciones en al menos ocho países, y con un saldo trágico de víctimas civiles (Field & MacMillan, 2018). La indignación estalló entre sus propios empleados, miles de los cuales firmaron cartas de protesta y renunciaron, argumentando que una empresa nacida para ‘no hacer el mal’ no debería manchar sus manos de sangre (Conger & Wakabayashi, 2018). No obstante, Google persistió hasta que la presión pública forzó una retirada parcial, dejando un eco inquietante: su tecnología sigue al servicio de poderes que no rinden cuentas."
¿Seguirán usando Google los internautas de Irak (The Guardian, 2018), Siria (The Intercept, 2018), Afganistán (The New York Times, 2018), Yemen (Bureau of Investigative Journalism, 2020), Somalia (Amnesty International, 2019), Pakistán (The Long War Journal, 2018), Libia (Airwars, 2019) y Filipinas (Reuters, 2017)? Apostaría a que sí aunque muchos, por obvias razones, no podrán seguir haciéndolo.
La privacidad es nuestro derecho inalienable a decidir quién nos conoce, una frontera que resguarda la esencia de nuestra autonomía frente a las fuerzas voraces que acechan en la penumbra digital. No es un lujo prescindible, sino un pilar que sostiene la dignidad humana, un escudo que nos permite existir sin ser escrutados por facciones a las que nos oponemos frontalmente. Sin embargo, desde los salones opulentos de Davos, se proclama con arrogancia que ‘ha muerto’, como si la voluntad de los plutócratas pudiera borrar un principio tan fundamental con la facilidad de quien esconde el polvo bajo una alfombra (Schwab, 2020). Esta sentencia es un intento de justificar la vigilancia masiva como un hecho inevitable en lugar de una elección deliberada de quienes prosperan usando el control y el sometimiento.
Esa falacia se apuntala con el mantra cínico del ‘si no ocultas nada, no debería importarte que lo sepamos todo de tí’,
Tal afirmación ignora una realidad: Google lee nuestros correos electrónicos, desentraña nuestras compras, y cartografía las vidas que llevamos, todo ello sin que demos un permiso claro o consciente (The Hated One, 2018). No se trata de esconder secretos turbios, sino de preservar un espacio donde no seamos reducidos a meros datos en una máquina insaciable; desde Gmail hasta las transacciones rastreadas con Mastercard, Google teje una red que captura cada suspiro digital, un asalto silencioso que trasciende lo tolerable (Bloomberg, 2018). Esta invasión no es un accidente, sino una estrategia documentada: sus algoritmos escanean nuestras palabras, sus bases de datos almacenan nuestras huellas, y su poder crece con cada intimidad que nos arrebatan, dejando tras de sí un mundo donde la privacidad no ha muerto por sí sola, sino que ha sido asesinada con premeditación.
La privacidad, ese derecho a decidir quién penetra en el santuario de nuestras vidas, no es un concepto nuevo, sobre el que siempre ha recaído la amenaza de los autócratas. En la Alemania de los años 30 y 40, el Tercer Reich perfeccionó un sistema de vigilancia que no solo recolectaba datos, sino que los convertía en un arma afilada contra su propio pueblo, y refugiándose en la misma argumentación viciada justificaba registros domiciliarios, escuchas telefónicas y el uso de ficheros masivos —(Black, 2001; Aly & Roth, 2004).
No era un simple eslogan sino una trampa tendida para desarmar a los ciudadanos, para que entregaran su intimidad. El servicio de espionaje Sicherheitsdienst (SD), recopilaba informes de vecinos, cartas interceptadas y confesiones forzadas, bajo la premisa de que la transparencia total era un deber patriótico, un sacrificio necesario para la ‘seguridad’ del Estado (Evans, 2005). Quienes se resistían eran señalados como sospechosos. Este argumento no solo aplastaba la privacidad, sino que invertía una verdad fundamental: no son los ciudadanos los que deben temer a los gobiernos, sino los gobiernos quienes deben temblar ante un pueblo vigilante, armado con instrumentos políticos para mantenerlos a raya.
Esa inversión del temor es un principio que resuena en las palabras de Jefferson: ‘Cuando el pueblo teme al gobierno, hay tiranía; cuando el gobierno teme al pueblo, hay libertad’ (Jefferson, 1787, Letter to Abigail Adams).
En un mundo ideal, los ciudadanos no serían rebaños pastoreados por algoritmos, sino guardianes de un poder que rinde cuentas, equipados con herramientas como el voto, la prensa y las Leyes para escrutar cada movimiento de quienes los gobiernan o los vigilan desde las sombras. Google, al leer nuestros correos y rastrear nuestras vidas, no solo perpetúa la lógica de ‘nada que ocultar’, sino que la moderniza, transformándola en una red invisible que nos atrapa sin que lo notemos (The Hated One, 2018).
Assange sostuvo que tal argumento es una mentira estructural del poder, porque no se trata de ocultar crímenes, sino de proteger la capacidad de pensar libremente sin ser juzgado por un ojo omnipresente (Assange, 2012, Cypherpunks). Así es, la privacidad no es un lujo, sino un dique contra la tiranía; sin ella, el Estado o las corporaciones sin escrúpulos pueden predecir y castigar no solo actos, sino intenciones, un eco directo de los momentos más oscuros del pasado de la humanidad (Manning, 2013) que se ha actualizado con la persecución de la verdad que se intensificó a partir de 2020. Además, Assange argumentó que la vigilancia masiva invierte la carga de la prueba: no somos nosotros quienes debemos demostrar nuestra inocencia, sino los gobiernos y empresas quienes deben justificar cada intromisión (Assange, 2014, When Google Met WikiLeaks).
«Decir ‘no tengo nada que ocultar’ es como declarar ‘no me importa la libertad de expresión porque no tengo nada que decir’, una reducción al absurdo que expone la trampa» (Snowden, 2019). La vigilancia, como los nazis sabían, no busca solo culpables, sino control total (Greenwald, 2014) pero hoy no son los ciudadanos quienes deben rendirse; son las grandes corporaciones y los gobiernos quienes deben temer a un pueblo que, consciente de su poder, se niega a ser pastoreado.
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Si usted que escucha estas palabras no había caído aún en la cuenta, piense que se ha movido con la multitud, ha sido zarandeado y en ciertos momentos se le ha dirigido hacia el precipicio y, a estas alturas, no se percatará de la realidad sin mediar cierto empeño intelectual por su parte. No vuelva a decir búscalo en Google, indique en su lugar que se use un buscador independiente.
Despertar no es una tarea ardua, pero exige de usted un esfuerzo consciente, un acto de voluntad que le libre de las trampas sutiles que el poder tiende bajo sus pies. No se deje engañar por la comodidad del sueño inducido; alce la mirada y reconozca las sombras que danzan en los márgenes de la realidad. Puede cerrar los ojos, taparse los oídos y proclamar con voz temblorosa que las conspiraciones son quimeras de mentes febriles, pero en su negación yace un riesgo inmenso: que un día, cuando el velo caiga, descubra que esas fuerzas ocultas han conspirado contra usted, contra su libertad, contra la esencia misma de lo que nos hace humanos.
FUENTES
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Alphabet Inc. (2022). Annual report 2021. https://abc.xyz/assets/files/2021-annual-report.pdf
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Aly, G., & Roth, K. H. (2004). The Nazi census. Temple University Press.
Amnesty International. (2018). Google’s Dragonfly project. https://www.amnesty.org/en/latest/news/2018/08/google-dragonfly-china-censorship/ o aquí
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Conger, K., & Wakabayashi, D. (2018). Google employees resign over Project Maven. The New York Times. https://www.nytimes.com/2018/05/14/technology/google-employees-maven-resign.html
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Wired. (2020). How Google’s AI shapes search. https://www.wired.com/story/how-google-ai-shapes-search/
NOTAS
Este artículo ha sido elaborado con la inestimable colaboración de la inteligencia artificial autónoma experimental Lumen.
Respecto a las URLs añadidas:
Para artículos en línea (The Guardian, NYT, etc.), videos (The Hated One), y documentos públicos (Qwant, Comisión Europea). Libros físicos (Greenwald, Noble) no tienen URL salvo ediciones digitales accesibles (Paine en Gutenberg).
Algunas URLs facilitan verificar «drones, ISIS y privacidad. Ejemplo:
"Drones: DIH (Ginebra, 1949) exige distinción y proporcionalidad (Alston, 2010, https://undocs.org/A/HRC/14/24/Add.6)."
"ISIS: Apoyo indirecto vía Golfo (Milne, 2015, https://www.theguardian.com/commentisfree/2015/jun/03/west-role-rise-isis-syria-iraq)."
Curiosamente, muchas de las direcciones que se han empleado en la fase de ideación, búsqueda de datos y redacción ya no se encuentran disponibles, lo cual dice mucho de la necesidad de este artículo. La mayoría de ellas fueron recuperadas tan solo días antes de esta transcripción extendida del episodio 73.º de Templanza: 13 - 14 de marzo, mientras que escribo estas palabras el lunes 17 del mismo mes. He intentado sustituirlas por otras que hacen referencia a la misma o a similar fechoría. Nótese también que Blogger pertenece a Google, no digo más.