TEMPLANZA
Episodio . . . trigésimo octavo
Sábado, 18 de diciembre. Año 2 de la Nueva Era.
«Efecto dominó. El humano es un ser que se reproduce no porque ame la vida sino porque ama verse reproducido en otras vidas».
Nemo de Nome
La senda invisible (libro inédito no por mucho tiempo)
Si las Pascuas son ya de por sí una ñoñez y un incordio, la parte de las comidas familiares supone el remate del fastidio y confirma la sinrazón general que en algunas celebraciones haya que estar contento porque lo marca el almanaque. En esta ocasión, como en tantas otras, primar lo gregario sobre lo individual debería obedecer al carácter de cada persona y desde luego la imposición de alegría por coacción social resulta una estupidez. Por ahora, y tal vez hasta el momento en el que algún suero biotecnológico haga un efecto completo, los estados de ánimo no dependen del gobierno, del santoral o las costumbres sino del fuero interno de cada sujeto, la afinidad personal también.
Toda familia es, en mayor o menor medida, disfuncional; las entelequias de la publicidad y las películas no existen. En los intereses amorosos y sensuales de los padres, que tratan de desarrollar un proyecto vital en pareja, los hijos, deseados o no, suelen terminar siendo una molestia y, en cualquier caso, ya que el interés de la prole es abrirse paso en la vida disfrutando y en libertad, a menudo se contrapone al de los progenitores. Este chirriante contraste suele mantenerse a regañadientes hasta la mayoría de edad, o hasta el primer trabajo [1] pero pasados esos límites de necesidad o de pereza, huelga prolongar situaciones impuestas de dominación y obediencia.
«Mientras vivas bajo mi techo», o frases similares llevan a pensar que la familia es, con demasiada frecuencia, un grupo que se basa en la autoridad más despótica e irrazonada y en la perpetua carestía de la vivienda, aunque sirva también como último recurso de supervivencia en situaciones de crisis. «Volver a la casa de los padres» es siempre la constatación de un fracaso, no se hace por cariño o cercanía, sino por necesidad extrema cuando no queda más remedio.
Lamento profundamente que mi visión se solape en este extremo con la de los infames globalistas, que serían muy felices si lograran su objetivo de suprimir las familias para poder atacar y controlar a los individuos a su antojo, pero lo mismo que no admito imposiciones en otros ámbitos, creo que los grupos humanos configurados en razón de afinidad y libre decisión funcionan mejor que los que están unidos por lazos de consanguinidad y dependencia económica. No puedo evitar pensar eso y la realidad porfía, facilitando evidencias en favor de este parecer.
Me agrada que durante las celebraciones paganas del Solsticio de Invierno, un reducido grupo de amigos se reúna para embriagarse, saciarse, ayunar o meditar, compartir confidencias, reír a mandíbula batiente y ponerse al día en las andanzas de unos y otros, pero cosa muy distinta es que, fundamentados en la más rancia tradición de mantener con puntales los edificios en ruinas, los núcleos familiares pretéritos vuelvan a encontrarse en entornos donde saltan chispas.
En las pasadas fiestas navideñas sucedió algo que tardará en olvidarse. Las familias senectas demostraron su verdadera naturaleza cuando atendieron más al dictado de la televisión que al cariño de sus propios hijos, a los que marginaron por no querer envenenarse o por no desear pagar tributo a la superstición y a la farmafia en la realización de quiméricas pruebas.
Me llegaron testimonios de cenas navideñas que se ocultaron a los miembros más sensatos o cuyo acceso directamente se negó en una maniobra tan mezquina como reveladora. Los abuelos colaboracionistas, con bufanda y las ventanas abiertas, mascarilla entre plato y plato, cooperadores necesarios del régimen genocida que los diezma, compartieron mesa y mantel con mentecatos polimedicados e infectos pero lo mejor de cada casa quedó fuera.
Si ya en las precedentes navidades fui testigo de exultantes manifestaciones de alegría por parte de los hijos que por trabajar fuera de sus lugares de nacimiento se escudaron en restricciones y pretendidas olas para eludir la fastidiosa ceremonia de la hipocresía y el disimulo, en las pasadas se consumó la demostración de lo que ya era público y notorio: patriarcas y matriarcas expulsaron de su seno por sospechosos a ciertos miembros de su clan.
Y bien... ¿qué sucederá en estas celebraciones? ¿Tendrán los inquisidores la desvergüenza de simular que nada sucedió el año pasado? ¿Pedirán perdón al saberse ahora lo que desde el principio habían asegurado los científicos indedependientes, que todo había sido un engaño a cargo de farmacéuticas y políticos totalitarios? Mucho me temo que quien tuvo las pocas luces de abrazarse al pánico de esa impúdica manera no tenga ahora ni la inteligencia ni la humildad para poner las cosas en su sitio. Quienes sí lo harán serán los expulsados, los condenados al ostracismo, los vilipendiados e injuriados en cuyas manos reposará la decisión de terminar de una vez por todas con esta conmemoración farisaica.
-Este capítulo ha tenido el honor de contar con la colaboración del artista vocal y genial creador de guiones Alfredo Díaz-
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[1] O, en el caso de España, hasta alcanzar morbosos niveles de hastío en
la cuarentena o cincuentena de los talluditos retoños,